Así empezamos
jueves, 5 de noviembre de 2009
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Cuando redacté esta entrada ayer, para creerla perdida después, encontrarla, y borrarla finalmente del todo por error, comenzaba diciendo que estoy aburrido de parecer estar siempre iniciando mis frases con un 'cuando murió mi padre...', o, 'tras la muerte de mi padre...', para explicar algo relacionado con el proceso de deteriorio cognitivo de mi madre. También comentaba, que ojalá dejara ya de decirlo, que estoy cansado de llevar ese acontecimiento dentro de mí como si hubiera marcado un punto de partida desde el que construirme una nueva vida -y de ruptura desde el que deconstruir mi existencia anterior-, y expresaba, mi deseo de que se me hubiera permitido tener un duelo como el de los demás. Un duelo que, seguramente, hubiera seguido arrastrando de no habérseme abierto tantas puertas hacia la iluminación y el entendimiento espiritual.
No poder únicamente dedicarle más que los tres días de luto riguroso fue duro. Pero no me fue posible permitirme el lujo de acarrear con ello más que ese período de tiempo. Había mucho por hacer. La vida continuaba. Mi padre estaba muerto. Y ya no iba a volver.
Durante esos tres días de caos y renovación, me di cuenta de lo que se me venía encima. Mi madre había dependido tanto emocionalmente de él, que yo daba por hecho que ni iba a saber aprender a estar sola, ni tampoco a lograr superar el palo emocional recibido. Concluí que debía asumir muy rápidamente el que él ya no estuviera, y decidir a comprometerme con las grandes responsabilidades que, secretamente, había depositado en mis manos. Y recién incinerado, y con la urna aún caliente sobre mis piernas, supe que debía olvidarlo por completo. Lo cual no significa que hiciera una negación de lo ocurrido, ni que tuviera un problema de aceptación. Si no todo lo contrario.
La muerte de mi padre supuso en mi madre un detonante emocional tremendo.
Un fuerte impacto de ese tipo, puede empujar a alguien a desarrollar una rápida demencia, o a acelerar vertiginosamente un estado inicial que, de haber seguido su curso normal, hubiera tardado mucho más en acentuarse: en el caso de las mujeres suele darse cuando se quedan viudas, y en el de los hombres, cuando se jubilan.
Al mes me fui a vivir con ella. Durante esas primeras cuatro semanas de viuedad aceleró de cero a cien, pasándose de revoluciones, actuando como si nada hubiera ocurrido, y omitiendo cualquier referencia a la figura del que había sido su marido. Estaba, y se entiende, en un estado de negación absoluto.
Nos dirigimos a su psiquiatra que la había estado llevando durante los últimos doce años por problemas de depresión crónica y ansiedad, y que era también especialista en duelos, para que nos informara de lo que nos podíamos esperar sobre su proceso de pérdida (emocional). De momento, de Alzheimer no se hablaba. Él nos dijo que, por lo general, el duelo en sí no entraría en pleno apogeo hasta transcurridos unos tres meses, y que lo mejor era intentar amortiguarlo. Ajustó su medicación. Reiteró la importancia del apoyo familiar. Y esperamos a que la bomba estallara.
El primer comportamiento extraño llegó a principios de Agosto de 2008. Me llamó una tarde al trabajo para decirme que mi padre estaba esperando en la calle, y que se estaba arreglando para irse con él a tomar algo. Me alerté. Le dije que no se moviera. Y me fui corriendo a casa; interpretándolo como un primer signo de que entrábamos, al fin, en ese proceso antes mencionado.
Ese mes estuvo marcado por todo tipo de episodios. Desde ver visiones, a desconfiar de sus hijos, a pedirme reiteradamente que me fuera de su casa por que la estaba intentado volver loca, a entrar en ciclos de obsesiones económicas, a abandonarse en la higiene, a tener insomnio, a casi no dejarme dormir -despertándome cada dos horas intentado encontrar a niños que no existían-, a lo que quieras, y más. El clímax de esas conductas se dio una tarde en la que puso una sartén con aceite a calentar sobre el fogón, se olvidó, y se le incendió; provocando que se prendiera fuego a parte de la cocina. Conseguí apagarlo. Pero el susto fue tremendo. Ella ni se inmutó.
Durante las horas siguientes al incendio, mi madre entró en tal estado de desconexión con la realidad, que nos alarmamos y consultamos con su médico. Volvieron a hacerle todo tipo de pruebas psiquiátricas, neurológicas y psico-neurológicas, volvieron a achacarlo al proceso del duelo que, sumado a su historial anímico, acentuaba su ciclotímia hasta límites extremos, y añadieron haber apreciado un cierto desgaste cognitivo en comparación con el test anterior. Ajustaron medicación. Le dieron otra nueva. Y nos fuimos a casa, a seguir tratando un duelo aparente y una ciclotímia extrema.
La cosa mejoró y ella se estabilizó, pero unos meses más tarde dio otro pequeño bajón.
Nosotros, la familia, no lo teníamos claro todavía e intuíamos que podía haber algo más. Y como su psiquiatra poco podía hacer ya, decidimos buscar a otros profesionales especializados en afectaciones cognitivas y neuronales, y obtener dos opiniones médicas externas al equipo que ya se encargaba de su caso.
Tras mucha investigación, la llevamos a que la visitaran en el centro ISPA de Barcelona, y a ver al Dr. Peña de la Clínica Quirón -en la misma ciudad-. Le realizaron unos estudios estándar muy exhaustivos, y ambos determinaron que nuestra madre sufría de Alzheimer.
Lo cotejamos con su psiquatria, su neurólogo dijo haberlo sabido desde hacía meses y se disculpó por no habérnoslo expresado más claramente entonces, y me sumergí en este mundo. Un mundo en el que a diario aprendes algo nuevo.
Así empezó todo.