Caminos hay muchos. Billones. Tantos como personas en este planeta. Y cada uno de nosotros tiene asignado el suyo. Nacemos en el kilómetro cero con la capacidad y oportunidad de trazarlo a nuestro gusto, como nosotros queramos, aunque se nos inculque que estamos determinados a que esa delineación vaya siendo modificada al paso de las construcciones de otros y de los caprichos -o no tan aleatorias casualidades- de la vida.
Los hay de todos los tipos posibles. Inimaginables algunos. Unos van siempre en línea recta. Otros están llenos de socabones. Unos te hacen devolver por las miles de curvas que tienen. Otros huelen a mar. Unos se colapsan para poder ser reconstruídos con más fuerza. Otros se deterioran por el roce de nuestras ruedas. Unos vibran con emoción y belleza. Otros nos aterran o inspiran desconfianzan. Unos son muy seductores pero peligrosos. Otros son tranquilos y sosegados.
Caminos hay muchos. Maneras de conducir por ellos, también. Pero todos tienen un pequeño detalle en común. Y es que, al menos dentro de esta realidad física que conocemos, cada uno de ellos está obligado a tener un fín, sin que se nos ofrezca esa información tan importante quizás para la mayoría: cuándo. Es el contrato de la vida. El precio a pagar por estar aquí, por habérsete dado un pedazo de tierra sobre el que crear tu mundo.
Y al final, mientras estás dando ese último golpe de volante, lo único que realmente es importante, es el conjunto total del recorrido y de como hayas conducido. Y si tienes suerte, una vez te hayas precipitado al abismo de lo que sea que nos espera más allá de la existencia de carne, huesos y vísceras, habrás dejado tras de tí una autopista por lo que muchos otros podrán circular.
¿Cuál es tú tipo de camino?
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