¿Qué más se puede pedir?
miércoles, 31 de marzo de 2010
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Ayer tuve una tarde fantástica. Sólo así podría describirla. Ayer me tomé tiempo para mí. Y no es realmente que el cuidar de mi madre me produzca angustia o estrés. Por suerte, mi manera de ver la vida y el mundo hace que me tome esta experiencia como un regalo, como una gran lección de la que aprender lo que es verdaderamente la compasión, el amor, la paciencia y la humanidad. Para mí, la vida es eso. Lo demás es un montaje al que nos han programado y sometido. El mundo está mal planteado. Vivimos para trabajar y consumir, y no para aprender, conocernos, conocer y adquirir sabiduría.
No negaré que el tener unas horas para uno cuando se cuida de un enfermo, es un pequeño gran lujo y placer que hay que saborear al máximo cuando se tiene. Ayer quedé con un amigo. Y pude recargar mis pilas y satisfacer mis necesidades mentales. Lo necesitaba.
Hacía una tarde tan buena, tan cálida y tan soleada, que decidí cruzar la ciudad a pié. Anduve por las calles tomándome mi tiempo, observando a la gente, a los niños corriendo felices, al sol, sintiéndo la brisa y sonriendo. Le agradecí al Universo lo que tengo, lo afortunado que soy. Pensé en los que sufren y tienen menos, en los que están solos, en los que no pueden ser atendidos por un ser querido, y en los que no pueden cuidar de un familiar aquejado de una enfermedad por mucho que lo deseen. Dí las gracias mientras caminaba. Y me empapé de cada visión y sentimiento. Cuando estamos sanos, cuando somos jóvenes, normalmente olvidamos que el simple hecho de tener bien la vista y el oído, de poder usar las piernas y los brazos, de poder dar un simple paseo, de poder correr, de poder saltar, de poder respirar y vivir sin ninguna discapacitación, es un mero milagro.
Ayer fue una tarde de sentarme a charlar en un café de libros, amistad y viejos conocidos. Ayer fue una tarde en la que alimenté mi mente y mi espíritu mientras degustaba un gran frapuccino de fresas con nata. Y hoy le quiero dar las gracias a ese viejo conocido y nuevo amigo, por regalarme unas horas de su vida para sentarse conmigo y enriquecer mi mundo interior.
Y sí llegué a casa, y mi madre estaba un poco angustiada por no haberme tenido toda la tarde junto a ella. Pero la había dejado en buenas manos; en las de una de mis hermanas, su hija. Y estaba bien. Y se tranquilizó. Y todo volvió a su rutina de siempre. Todo va bien.
¿Qué más se puede pedir?
Nada. Soy un afortunado.
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