Recordando...
martes, 22 de diciembre de 2009
Leave a Comment
En 1901, el manicomio de Francfort tenía entre sus muchos pacientes anónimos a una mujer que dejó su nombre a la posteridad. Se llamaba Auguste Deter y tenía cincuenta y un años. Ella no era consciente de la importancia histórica de su enfermedad. De hecho, la pobre mujer ya no era consciente de muchas cosas. Su marido decía que Auguste se pasaba las noches enteras gimiendo y gritando. «Me siento perdida.», se quejaba Auguste entre sollozos, expresando así de manera muy concisa la experiencia subjetiva de la demencia.
Uno de los médicos de la institución se llamaba Alois Alzheimer, un bávaro estudioso y metódico, con una afición muy marcada hacia todo lo que estuviera relacionado con el tejido del cerebro. Al doctor Alzheimer le interesó la desintegración psíquica e intelectual de Auguste. Cuando ésta murió en 1906, Alzheimer examinó su cerebro y notó unos depósitos de proteína en forma de placas y ovillos, que él identificó como la causa de la pérdida de las funciones mentales de la mujer que lo había habitado.
La enfermedad de Alzheimer es una demencia, que quiere decir que el que la sufre pierde de manera gradual sus facultades intelectuales, como la memoria, la capacidad de formular pensamientos, o incluso la coordinación motora necesaria para poder atarse los botones de la chaqueta. Hoy en día hablamos mucho de los genes, pero el factor de riesgo más importante para la demencia, con mucha diferencia, es la edad. Vivir es peligroso para la salud, y cuanto más se vive, más probable es que uno desarrolle todo tipo de dolencias variadas. Si viviéramos hasta los ciento veinte años, todos acabaríamos teniendo demencia.
Nuestra esperanza de vida ha aumentado mucho en las últimas generaciones, pero la extensión de nuestra existencia se ha concentrado en el comienzo y en el final de la vida. Ya no nos morimos unos meses después de recibir el reloj de oro el día de nuestra jubilación, que es lo que hacíamos antes. Ahora nos apegamos a nuestra condición de viejos, consumiendo una lista siempre creciente de medicamentos. A veces, contra pronóstico, la última etapa de la vida es la mejor, porque uno ya no tiene responsabilidades, y porque uno ya no tiene que demostrarle nada a nadie. En el pasado nos moríamos antes de poder llegar a tener Alzheimer, mientras que ahora el Alzheimer nos pilla vivos y disfrutando de la vida. Una faena.
Los síntomas en los estadios iniciales suelen ser sutiles y no muy dramáticos: dificultades con el procesamiento de información nueva (cómo usar el DVD), o con palabras que se le escapan a uno constantemente de la cabeza. La memoria suele ser una de las primeras funciones cognitivas que se deterioran al comienzo de la enfermedad, aunque los recuerdos que se fijaron en el cerebro hace mucho tiempo, y los que llevan una carga emocional importante (memorias de guerra, nacimiento del primer hijo) son mucho más estables. Lo que se ha aprendido y practicado a lo largo de muchos años, como por ejemplo las actividades relacionadas con la profesión que uno ha ejercido, se suele tardar más en perder en la demencia. Así, el minero con demencia sigue empeñado en cavar túneles en la sala de la televisión de la residencia, y el catedrático sigue dando discursos pomposos, que nadie entiende.
No es raro que el enfermo se estabilice en una cierta etapa de la enfermedad y que sea capaz de tener una vida razonablemente activa y agradable a ese nivel. Hay quien incluso consigue mantener una posición de responsabilidad en la sociedad durante su proceso de demencia, aunque esto no sea recomendable. A Ronald Reagan, seguramente ya con un Alzheimer incipiente, se le iba el santo al cielo con bastante frecuencia durante su segundo mandato como presidente americano. Quizá el ser presidente no exija tanta fortaleza intelectual como creemos.
Desgraciadamente no hay cura para la enfermedad de Alzheimer. Es posible que se llegue a desarrollar en el futuro un tratamiento que detenga la progresión de la enfermedad, pero mientras tanto sólo disponemos en nuestro arsenal terapéutico de tratamientos sintomáticos, como el Aricept. Es importante llevar una vida activa y no permanecer aislado. Se suele decir que el cerebro es como un músculo que necesita ejercicio, y que mantener el cerebro activo es la mejor manera de evitar la demencia. La verdad es que esto está todavía por demostrarse, aunque sí es verdad que el haberse educado mucho y bien a lo largo de la vida parece tener un papel protector contra la demencia. Cuanto más saber e inteligencia hayamos adquirido, más parece que tardamos en perderlos. También es importante cuidar las arterias del cerebro, que tienen la labor crucial de conducir la sangre y su precioso oxígeno al tejido del cerebro. Debemos procurar por lo tanto que la presión sanguínea, azúcar, y colesterol, no sean demasiado altos.
El escritor alemán Jean Paul dijo que la memoria es el único paraíso del que nadie nos puede expulsar, pero el enfermo con demencia está exiliado de sus recuerdos, y a veces incluso de su propia persona.
La mayor parte de los pacientes con Alzheimer son bastante mayores que Auguste, y han alcanzado, o superado, su esperanza media de vida cuando les alcanza la senilidad, así que el final de sus días les suele llegar por medio de problemas muy comunes y quizá no directamente relacionados con su demencia, como un ataque de corazón o una neumonía. No sabemos lo que mató al doctor Alzheimer, pero sí que su eminencia médica no le ayudó a alcanzar la vejez. La muerte le llegó el 19 de diciembre, hace 94 años, cuando él tenía sólo 52; la misma edad que tenía Auguste, su paciente, cuando dejó de sufrir.
- El pasado 19 de Diciembre se cumplieron los 94 años de la muerte del Doctor Alzheimer.