A veces me paro a observarla mientras cenamos, sentados el uno enfrente del otro, a ambos extremos de la ovalada mesa de la cocina. No hablamos. Quizás por que cada vez se comunica menos. Quizás por que nos tenemos muy vistos, y para cuando llega la hora de cenar, ya nos lo hemos dicho todo. Nuestras miradas no se cruzan. La suya es incluso esquiva. Como la de un niño que se cree inferior a un adulto. Como la de un viejo animalillo temeroso que rehuye el contacto visual con aquel otro, joven y sano, al que ahora reconoce como el jefe de la manada. El silencio sólo se rompe con el repiqueteo de los cubiertos rozando el plato. Y la miro. Y me siento, que lo hago desde fuera.
Recorro cada línea de su cara. Analizo cada expresión o ausencia de ella. Me pregunto que es lo que estará pasando por su cabeza, y sí yo algún día padeceré de lo mismo. Y me emociono con contención. Y se me hace un nudo en la garganta. Pero me esfuerzo por no dejarme intimidar por mis sentimientos. Bajo los ojos hacia mi plato, recompongo la compostura y vuelvo a mirar. Estoy perdiendo a mi madre. Pero me alegro de seguir teniéndola a mi lado.
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